29 de Noviembre 2004

Alfileres entomológicos

La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrise paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero «Hotel de Belgique».

Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.

Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para remover el café.

Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los numeros que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina

Julio Cortázar: Manual de instrucciones

Escrito por calamar a las 3:18 PM | Comentarios (3)

28 de Noviembre 2004

de viajes y ausencias indefinidas


...pero claro que aunque nos falte otra cosa, siempre nos queda el viaje, y la inevitable ausencia. Es inútil lanzar imprecaciones contra los hados de las fechas o las ausencias monetarias; vengo observando de un tiempo a esta parte, y no de forma indolora, que los viajes en compañía de una ausencia resultan más difíciles de olvidar que los viajes con una no por cercana menos ausente presencia: uno se enreda, poco a poco y sin saberlo, en las redes del azar y nos es dado entonces el dejarse llevar como un río cuya corriente pudiera ser controlada, siquiera por cierto vago signo de anticipación de que nos dotan las brújulas, y los mapas; y ya es algo anteponerse a los recodos del río que nos lleva, a los rápidos, los ensanches, o las aguas enfangadas. Precisamente ahora fluyen las aguas, y aunque puede que turbias, ya es algo el hecho de que fluyan. Viajes de rumbos difuminados que, por imaginados, no pueden otra cosa que posponerse indefinidamente, hasta la primavera, más propicia, a ser posible una primavera cargada de chaparrones que obliguen a buscar refugio, hasta descubrir inimaginables, oscuros rincones con olor a humo y a sopa que de otro modo habrían pasado desapercibidos; eso no sucederá, a no ser que, pero no es, el no ser, de modo que Lisboa sigue aguardando como animal en su madriguera a que llegue el deshielo, y no podría ser de otro modo, no podría ser otra ciudad, ésta ha sido ya señalada para desconocernos despreocupadamente, ésta y no otra, sutil capricho o acertada coincidencia; quedan otras muchas donde sería imposible efectuar tan sutil operación, o al menos no de esta manera; cada ciudad tiene su atmósfera, su ceño, su hálito, que condensado en su nombre gravita en cada esquina, inundándolo todo, ahogándonos casi; y en más de una de las que no son Lisboa sería inviable, no imposible, pero lo sospechamos, ser nosotros mismos y no el traje que solemos vestir nada más entrar. De modo que aguarda todavía el fantasma de Pessoa, su silencioso desasosiego, las estatuas y las palomas. Las calles empedradas de un lugar en el que no estuve. El recorrido real viene más o menos previsiblemente a desplazar ese otro itinerario, a condenar esas nostálgicas instantáneas, escenas inconexas que no tienen existencia más allá de las incursiones entredormidas. Y el recodo -que nos recuerda que no se puede cambiar todo- precisamente las rescata del limbo donde tendrían que ser arrojadas, las traslada a ese otro cielo de donde, cuando menos se lo espera, baja un día la conjunción propicia, y arrojándonosla a la cara, nos susurra: Lisboa. Lisboa.

Escrito por calamar a las 3:37 PM | Comentarios (3)

No había, al mismo tiempo, nada más absurdo, nada más desesperado que esa libertad, esa espera, esa inmunidad.

...al complacer a K., ampliamente y por anticipado, en cosas nada esenciales -hasta ahora no se trataba de otras-, quitábanle las autoridades la posibilidad de triunfos pequeños y fáciles, y al quitarle dicha posibilidad le privaban también de la consiguiente satisfacción y asimismo de una bien fundamentada firmeza para afrontar otras luchas mayores, firmeza que de tal satisfacción resultaría. Por el contrario, dejaban a K. introducirse donde quisiera, cierto que sólo dentro de la aldea; y así le mimaban y lo debilitaban, y eliminaban, en general, toda lucha en este sentido, trasladándola, en cambio, a la vida extraoficial, absolutamente inabarcable, turbia y extraña. De esta suerte bien podía suceder que, si no permanecía siempre alerta, llevase un buen día -pese a toda esa amabilidad de las autoridades, pese al pleno cumplimiento de todas las obligaciones oficiales exageradamente fáciles, y engañado por el favor aparente que se le deparaba- su vida restante tan descuidadamente que ahí, en ese plano justamente, quedara derrotado; y entonces, la autoridad -siempre delicada y amable y como contrariamente a su propia voluntad, pero en nombre de algún orden público desconocido para él- no podría menos que intervenir a fin de eliminarle. ¿Y qué era, en realidad, esa vida restante? En ninguna parte antes, había visto K. tan entreverada la autoridad y la vida, tan trenzadas que a veces podía parecer que la autoridad y la vida hubiesen permutado sus sitios...

...No es usted del castillo, no es usted de la aldea, no es usted nada. Pero, por desgracia, es usted algo: un forastero, uno que resulta superfluo y está siempre ahí, molestando...

Kafka: El Castillo.

Escrito por calamar a las 3:11 PM | Comentarios (0)

Saldos de Fin de Semana

Libros:
-El Conocimiento Silencioso (Castaneda): Un euro (que ni siquiera era mío).
-El Amor en Occidente (Jacques Solé): Cuatro euros.
-El Castillo (Kafka): Dos euros.
Alimentos:
-Galletas de queso (recién horneadas)
-Bizcocho.
-Chocolate.
-Jamón. Crema de Cabrales.
-Sopa. Lentejas (remanentes).
-Croquetas (descongeladas).
Bebidas:
-Un batido de chocolate (litro): euro veinte.
-Zumo de naranja (litro): cero noventa.
-Té, mate, menta poleo (innumerables): despensa.
Cervezas: Dos. Munich. Estaban en el frigorífico.
Tabaco:
-Amsterdamer. El paquete ya va más de medio.
Actividad física:
-Hora de piscina: uno sesenta.
-Masturbaciones ocasionales.
Música:
-Hedningarna (encontrado tras mucho tiempo); Gwendal.

Escrito por calamar a las 2:57 PM | Comentarios (1)

25 de Noviembre 2004

Justo Gallego: El Hombre que Se Construyó un Templo para Predicar desde Él

Todo esto que me dispongo a contar sucedió hace algún tiempo, mucho tiempo, demasiado tiempo en realidad. Ya casi creo que no lo recuerdo, aunque el calendario diga que está ahí, a la vuelta de la esquina.

Fue la última vez en la ciudad donde se cruzan los caminos - y los pájaros visitan al psiquiatra. Nunca se dan las mismas condiciones, pero creo que -hoy- no volvería a subirme en aquel autobús. O tal vez sí. Fueron unos días gratos, bien sembrados de esos momentos llenos y redondos que tan bien se conservan en el recuerdo, como serpientes de coral embalsamadas. Claro que más tarde qué habría de quedar de todo eso. El regreso, la luz escupida por las farolas en una inmunda estación de servicio, nada delante, nada detrás. Nadie esperando. Volvería, sí, volveré, pero... Caminaría por otras calles, visitaría a otras gentes, miraría de otra forma. Todo quedó muy lejos, marcado por una incomodidad de nubes negras flotando en el ambiente, al parecer emanando de mi ser, y el frío liándose a dentelladas sin remedio. Pero la Catedral sigue ahí, eso nos redime.

El cuerpo me lo pidió y aparecí, sin más. Beberse la ciudad, lentamente, gota a gota. Rincones que se nos ofrecen con fugacidad, sabiendo que nunca podemos aspirar más que a un tránsito permanente. Los contados momentos de reposo se desperdiciaban en conversaciones erizadas, cargadas de un exceso de suceptibilidad, de una tensión eléctrica. El ojo avizor, cada gesto desdoblado en mil repliegues desagradables. Y ese tono exasperante que alcanzan las palabras cuando ya no pueden arreglar nada, y es mejor callar.

Así las cosas, el plan para el último día supuso todo un alivio. Teníamos un objetivo, apenas miré el magazine doblado y eché un vistazo al titular, me pareció fantástico. Teníamos que ir. De modo que fuimos. Ya la noche anterior nos habíamos enredado en otra discusión imbécil, de esas en las que lo que se discute es algo subterráneo, dirigido por ese gusano ciego que habita en lo profundo de nuestro sistema nervioso, completamente desligado de lo que en el ramaje de la contienda verbal se mueve de forma explícita. Yo defendía a aquel hombre, por loco que pudiera estar: había algo en su gesta que me conmovía, cierto empeño, cierta abnegada tozudez que, aun sin verlo con mis propios ojos, ya me maravillaba. Ella defendía lo obvio: que pasar cuarenta años construyendo un templo con las propias manos, completamente solo, es una forma estéril de dar sentido a una vida. Dedicándose en vano a "algo" superior. Una persona se consagra, y existen diversos grados de entrega, algunos meras aberraciones. Claro que dónde está la línea, arguía yo, que nos salva a nosotros, qué nos distingue de lo que él hace. Al menos él lo tiene claro.

Ahora, en el autobús, apenas hablábamos. Ella dormitaba sobre mi hombro. Yo miraba las vallas publicitarias en la autovía.

El conductor del autobús nos dejó en la última parada. Fue muy significativo su comentario... "La Catedral... o lo que quiera que eso sea". La primera visión de la cúpula ya me hechizó.
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Después de comer, reunimos el valor para acercarnos. Entrando desde abajo, me resultó divertido que, en su propio solar, uno pudiese levantar un templo, y pretender que fuera consagrado. Causar molestias al Obispado, y de ahí al Vaticano, que prefiere no saber nada de la herejía. A los urbanistas, que niegan todo conocimiento pero diríase esperan a que se muera de una vez, para que el viejo no vea cómo demuelen su empresa titánica para especular con los terrenos. Desde la verja, uno podía imaginarse acercándose a un chalet en obras. Una chapuza de gran envergadura... siempre que no mirase hacia arriba. Era como si un Gaudí balbucease, al borde de la epilepsia.

Los escalones me hicieron dudar acerca de lo que me esperaba. Era grandioso, sí, pero rematadamente cutre. Estaban trazados de cualquier manera, buscando una recta a la que sólo se aproximaban de lejos. El hormigón presentaba un acabado bochornoso, y la superficie rematada con escombros de azulejos. Unos chavales con motos estaban sentados en el pórtico principal, nos miraron de forma extraña. Siguieron a lo suyo, mirando de soslayo a esos dos forasteros que con aire estasiado se acercaban hasta este rincón de escombros para ellos tan natural.

Echamos un vistazo a los sótanos a través de una reja. Andamiajes, vigas y cubos, miles de cubos de productos químicos venidos desde la República Popular de China. Continuamos rodeando al coloso, y encontramos el gran portón lateral que daba acceso a la nave. Parecía una cochera. La impresión me golpeó: tuve que salir a fumarme un cigarrillo antes de volver a entrar. Ni siquiera Il Duomo me había impactado tanto, recuerdo que pensé. Enormidad, mezclada con la fascinación de estar paseándose dentro de algo hecho por un sólo hombre, día tras día, año tras año. Y sobre todo, pensar que todo eso sería barrido muy pronto de la faz de la tierra, de un plumazo. En el centro de la nave, calentándose junto a un fuego encendido en un bidón metálico, se encontraba Justo Gallego, bajo el poster del Papa que preside las obras. Me emocionó sobremanera, y como siempre ella encontró la manera de expresarlo mucho mejor y con menos palabras: pudor, de estar moviéndote dentro de aquél hombre. No era su obra, era su intimidad. Era él mismo.

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Nos acercamos, confundiéndonos con unos turistas que resultaron ser familiares, lo que ahorró los trámites de presentación dada nuestra repentina timidez. Nos confirmaron lo que ya habíamos oído: la abnegada entrega, la austeridad de aquel hombre pío. Las entrevistas de la Radiotelevisión italiana, los reportajes del japón, la sorpresa de su hermana al verlo aparecer en los diarios parisinos. A este hombre, con la camisa raída de segunda mano y su eterna gabardina azul atada con un alambre, las mismas ropas de los recortes de periódicos de hace décadas, le han ofrecido exponer en el MOMA. Y rehusó. Sólo quiere seguir trabajando, no tiene tiempo para más. Ahora sólo habla de las veintitantas cúpulas que le quedan por rematar. No obstante, había algo extraño en las miradas de las primas: una mezcla de compasión y admirada condescendencia. Este hombre no deja tibio, uno no sabe si está ante un loco o un genio. Pareció entusiasmado cuando le pregunté si admitiría peonadas ocasionales en verano. Un belga muy majo viene desde hace tres veranos, me dijo. Nos animó a subir a la cúpula, y desaparecí escaleras arriba.

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Las escaleras de caracol de la fachada aparecían vencidas a mitad de la torre. Estaban plagadas de vencejos muertos, había que andar con cuidado en la penumbra. Cuando emergí a cielo abierto, tuve que contener la respiración: me enontraba por encima de los tejados. Ninguna baranda, ningún andamio, ninguna cuerda. Venciendo mi vértigo -creo que la impresión me impidió acordarme de él- crucé la cubierta de la nave, a todo lo largo, hasta la base de la cúpula. Eran chapas de metal lo que pisaba. Por los agujeros podía ver a los demás, junto al fuego, varios metros abajo de mi. Allí sentado, sentí verdadero pavor al comprobar que todo se asentaba de la manera más precaria posible: un pilar en cada esquina, y una parrilla irregular de varillas de acero. Crucé las piernas, que por entonces dejaron de temblar, me lié un cigarro, y permanecí varios minutos, abstraído.

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Ella no había querido subir. Estaba segura de que toda la estructura podría desplomarse en cualquier momento. Bromeé, diciendo que por qué precisamente iría a caerse ahora. Pese a todo, me embargaba una sentimiento doble, de fascinación y repugnancia, como si mi mente fuera incapaz de clasificar mis sensaciones. Los arcos, las balaustradas, las columnas, todo, estaban hechos a base de espirales de acero rellenas de hormigón. Las torres, rodeadas de ladrillo, se aseguraban unas a otras mediante un entramado de barras. Este hombre trabajaba sin arnés, con una seguridad pasmosa. Ahora entendía lo que decían los expertos de que nadie firmaría este proyecto: seguramente no aguantaría ni el peso de la cubierta. No obstante, había algo sólido, magnífico, que impregnaba toda la obra. Ese brillo en los ojos, esa paciente, resignada, temeraria obstinación. Grandioso. Seguía emocionado, recorriendo con la vista todo lo que me rodeaba, tratando de calcular la equivalencia en días de trabajo de cada pequeño detalle. Mis pensamientos se interrumpieron al ver a mi amiga asomar la cabeza por el hueco de las escaleras: saludó y la oscuridad volvió a tragarla. Por lo menos dejé de sentirme tan solo allá arriba. Cierta tristeza absurda volvió a acometerme en la boca del estómago al pensar en la muerte de ese hombre incomprendido, sin familia, en las máquinas que vendrán a demolerlo todo. Y él sigue pensando en lo que le queda por terminar, claro que sospecho que en su fuero interno sabe que el tiempo se le echa encima, pero tiene que seguir representando su farsa ante el mundo. No soy religioso, pero me inclino ante tales manifestaciones del empeño humano, ante tamañas manifestaciones del absurdo que nos rodea, pero que pocas veces se hace tan evidente.

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Al bajar seguí paseando por los jardines: una casa para los futuros sacerdotes; un belén gigante; la capilla de los apóstoles, con doce bustos esculpidos en cemento. Cuando fui a entrar de nuevo en la nave, unos gritos me hicieron presagiar lo peor. Justo, en cierto paroxismo oratorio, lanzaba imprecaciones sobre el islam, hablaba a voz en grito del Templo, de David, de los palestinos, de la juventud ignorante y presuntuosa. Mis temores se confirmaron cuando lo vi encarado ante mi amiga, que permanecía en silencio. Justo seguía hablando en plural, hilando un tema con otro, y a cada pausa crecía su furia, se iba animando. A unos veinte metros nos miraban, desde la puerta, unos visitantes que no se atrevían a entrar. Por momentos llegó a darme miedo: ahora nos increpaba, nos decía que no sabíamos nada, que si España era de los Españoles por qué teníamos que soportar a los negros y a los moros que vienen a robarnos el trabajo, que hace treinta años no había tanta delincuencia, que si no nos habíamos enterado que estábamos en guerra, si no sabíamos que había habido una guerra en Atocha, y que los socialistas habían ganado de forma vergonzosa unas elecciones, poniéndonos a mal con los americanos, y a ver ahora cómo nos íbamos a defender...

Me enfurecí. Mucho. Quise interrumpirle, oponer mis palabras a las suyas, pero supe que no tenía sentido. No iba a cambiar su forma de pensar. Era yo el que había invadido su templo. Además, para qué cambiar nada. El viejo morirá en pocos años. Sólo me limité a escucharle. La situación se había tornado insostenible, y yo no podía dejar de mirar el pequeño transistor negro.

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Conseguimos zafarnos. Mi amiga, visiblemente alterada, quería marcharse cuanto antes. A mi, sin embargo, me gusta estirar las cosas. Así que le pedí un poco de agua. Nos ofreció gaseosa, aunque estaría caliente. Sólo llenarnos esta botella. Me guió hasta un rincón de aquella empantanada obra permanente -¿no hay ninguna parte terminada, preguntó una señora? No, señora mía, todavía estamos en obras- donde llené agua de una manguera. Antes de marcharme, le pedí permiso para hacerle una fotografía. Cruzamos algunas palabras más, en las que confesó no tener ningún título, y haber aprendido todo esto sobre la marcha. Yo aprendo cada día, hijo mío. Me gusta llegar hasta el fondo de las cosas, me dijo, y luego se perdió en contarme los labrados en plata que había hecho para el Señor Obispo cuando estaba en el convento. Su prima nos había contado en un aparte que se ve que no estaba a gusto y se marchó; yo creo que lo echaron. Sólo nos quedó una cosa por preguntarle -si era, si realmente era feliz- pero yo creo que sus ojos hablan por sí mismos.

Finalmente nos despedimos. Yo seguía oyendo en mi cabeza el "me gusta llegar hasta el fondo de las cosas". Pensaba en eso y en todo lo que este hombre significa. Quizá sin saberlo, está levantando un Templo a la Nueva Epifanía. La cúpula está inspirada en la Casa Blanca. No podía ser de otra manera. Dios y al Gobierno de los Estados Unidos. La Guerra de Atocha. Horas muertas, ladrillo a ladrillo, conectado al mundo a través de su radio. Derribarán el Templo. Pero éste volverá a ser levantado en tres días.

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Los dos estábamos todavía consternados.
-¿Sabes lo que te digo? -dije mirándola, mientras esperábamos el autobús de vuelta- Por mí pueden derribársela mañana mismo. Incluso yo mismo ayudaría con gusto. Y seguimos hablando sobre el arte por el arte y lo beneficioso que resulta que semejantes personajes se dediquen a cosas inofensivas antes que meterse a políticos o economistas. Pero un miedo silencioso nos recorría, subterráneo, el cuerpo.

Escrito por calamar a las 2:07 PM | Comentarios (7)

nuevas derivas transoceánicas

Y es terrible, verdaderamente terrible cuando sucede. Usted comienza algo con ahínco, y de poco a poco eso toma rumbo propio. No es que se le vaya de las manos, no es que pierda ganas o ilusión, siempre queda volver a engañarse. Es sencilla y simplemente que eso es otra cosa, en la que acabó convirtiéndose, o tal vez lo hubiera sido siempre, o acaso la otra cosa sea mismamente usted. Ya no recuerda la cosa primigenia, o sí, pero entonces no ser recuerda en el momento de parirla. Y si alguien viene en plan puñetero a refrescarle la memoria, entonces es el asco o la amnesia, cuando no la muda indiferencia. Algo así me sucede, por explicarlo con pocas palabras.

Ahí sopla! Doble ración del ron de nuestras bodegas para el próximo que vuelva a avistarla! Barcos a la deriva, bitácoras en blanco. Y claro que sabemos que tiene que volver para respirar, y que alguno de los miles de barcos que surcan la superficie tendrá que cruzársela en el camino. Pero de ahí a saber lo que cavila el cachalote blanco, va un trecho. Máxime cuando se juega al perseguidor perseguido: ¿Y si todo fuera un show que se montan dos que solo los creemos como tales por verlos en cuerpos separados? Ajab uno con la ballena blanca, qué engañados que nos tendrían...

Y mientras tanto aquí, pasando el rato, viendo pasar los días, arrinconando el desánimo diciéndonos eso de "aguanta un poquito más, venga, que mañana es otro día". Si no fuera porque vuelve a ser el mismo día repetido hasta la saciedad, los mismos círculos, las mismas caras que aunque cambien no cambian nunca... Algo de la chispa se apaga (no es cuestión de ventilarla toda, que luego vienen los colegas a darnos la brasa con lo oscuros que estamos, no, tú tienes que reir por cojones, es tu papel), claro que no es chispa sino brasa mimetizándose de carbón y cenizas. De esas que por la mañana reavivan con un mínimo esfuerzo. Y a veces pasan esas cosas en los pliegues de la Gran Rutina...

Claro que para eso es necesario estar alerta, y separarse de todos los alfileres que nos mantienen bocaarriba en la mesa de operaciones. Algo intuimos, pero el peso acumulado nos aplasta con la aquiescencia del anestésico cotidiano... Siempre es mejor sentirse grávido, nunca nos va a llevar el viento a otra parte...

¿Nunca les ha pasado que un par de días se ensanchen hasta parecer una semana? Sucede entonces que uno va a referirse, justo en la cerveza que se toma cuando regresa (porque hasta ahora uno siempre regresa, sin saber si ese es su mayor pecado o la más leve virtud), a un hecho que sucedió al principio de todo, ya completamente lejano, cuando aún no conocía a... y comprueba sorprendido, para diversión del que tiene enfrente, que fue ¡¿¿ayer?!!...

A mí sí. Y bastante, últimamente. Ready to reset, press return. Cuando sucede uno vuelve a su cama, a su mesa, y olvida qué es lo que lo atormentaba tan sólo el viernes... Ciclos que se cierran, que se abren, paréntesis y otros signos de puntuación que por descuido abandonan todo rigor lógico, quedan desacompasados, amalgamándose sin ton ni son... Todo esto se acumula y un día uno se mira al espejo y dice... dos meses. Dios santo, no hay quien se reconozca. Claro que justo entonces llega el debería, impulsos más o menos espontáneos. Claro que... ¿quién dice que uno tenga que aflorar justo en el punto exacto, en la vertical, en el lugar previsto por la línea recta desde la última vez que se sumergió?

Navega, velero mío, sin temor....

Repitan conmigo: Nada de lo que arrepentirse, nada de lo que avergonzarse. A otear el horizonte. A dejarse sorprender. A mirar los mapas, a hacer girar la brújula como loca. A dejarse llevar. A llegar a puerto y quemar las naves. Y luego ya se verá.

Y mientras aclaro cuentas con el calamar (es decir, mientras restablezco y pongo al día la deseable comunicación entre el profundo y su humilde profeta en tierra), mientras decido qué senderos nos aguardan, me dedicaré a ventilar recuerdos inconexos, que de lo contrario comenzarán muy pronto a apolillarse...

Escrito por calamar a las 12:08 AM | Comentarios (4)

17 de Noviembre 2004

etc

...

Escrito por calamar a las 11:48 PM | Comentarios (14)