25 de Noviembre 2004

Justo Gallego: El Hombre que Se Construyó un Templo para Predicar desde Él

Todo esto que me dispongo a contar sucedió hace algún tiempo, mucho tiempo, demasiado tiempo en realidad. Ya casi creo que no lo recuerdo, aunque el calendario diga que está ahí, a la vuelta de la esquina.

Fue la última vez en la ciudad donde se cruzan los caminos - y los pájaros visitan al psiquiatra. Nunca se dan las mismas condiciones, pero creo que -hoy- no volvería a subirme en aquel autobús. O tal vez sí. Fueron unos días gratos, bien sembrados de esos momentos llenos y redondos que tan bien se conservan en el recuerdo, como serpientes de coral embalsamadas. Claro que más tarde qué habría de quedar de todo eso. El regreso, la luz escupida por las farolas en una inmunda estación de servicio, nada delante, nada detrás. Nadie esperando. Volvería, sí, volveré, pero... Caminaría por otras calles, visitaría a otras gentes, miraría de otra forma. Todo quedó muy lejos, marcado por una incomodidad de nubes negras flotando en el ambiente, al parecer emanando de mi ser, y el frío liándose a dentelladas sin remedio. Pero la Catedral sigue ahí, eso nos redime.

El cuerpo me lo pidió y aparecí, sin más. Beberse la ciudad, lentamente, gota a gota. Rincones que se nos ofrecen con fugacidad, sabiendo que nunca podemos aspirar más que a un tránsito permanente. Los contados momentos de reposo se desperdiciaban en conversaciones erizadas, cargadas de un exceso de suceptibilidad, de una tensión eléctrica. El ojo avizor, cada gesto desdoblado en mil repliegues desagradables. Y ese tono exasperante que alcanzan las palabras cuando ya no pueden arreglar nada, y es mejor callar.

Así las cosas, el plan para el último día supuso todo un alivio. Teníamos un objetivo, apenas miré el magazine doblado y eché un vistazo al titular, me pareció fantástico. Teníamos que ir. De modo que fuimos. Ya la noche anterior nos habíamos enredado en otra discusión imbécil, de esas en las que lo que se discute es algo subterráneo, dirigido por ese gusano ciego que habita en lo profundo de nuestro sistema nervioso, completamente desligado de lo que en el ramaje de la contienda verbal se mueve de forma explícita. Yo defendía a aquel hombre, por loco que pudiera estar: había algo en su gesta que me conmovía, cierto empeño, cierta abnegada tozudez que, aun sin verlo con mis propios ojos, ya me maravillaba. Ella defendía lo obvio: que pasar cuarenta años construyendo un templo con las propias manos, completamente solo, es una forma estéril de dar sentido a una vida. Dedicándose en vano a "algo" superior. Una persona se consagra, y existen diversos grados de entrega, algunos meras aberraciones. Claro que dónde está la línea, arguía yo, que nos salva a nosotros, qué nos distingue de lo que él hace. Al menos él lo tiene claro.

Ahora, en el autobús, apenas hablábamos. Ella dormitaba sobre mi hombro. Yo miraba las vallas publicitarias en la autovía.

El conductor del autobús nos dejó en la última parada. Fue muy significativo su comentario... "La Catedral... o lo que quiera que eso sea". La primera visión de la cúpula ya me hechizó.
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Después de comer, reunimos el valor para acercarnos. Entrando desde abajo, me resultó divertido que, en su propio solar, uno pudiese levantar un templo, y pretender que fuera consagrado. Causar molestias al Obispado, y de ahí al Vaticano, que prefiere no saber nada de la herejía. A los urbanistas, que niegan todo conocimiento pero diríase esperan a que se muera de una vez, para que el viejo no vea cómo demuelen su empresa titánica para especular con los terrenos. Desde la verja, uno podía imaginarse acercándose a un chalet en obras. Una chapuza de gran envergadura... siempre que no mirase hacia arriba. Era como si un Gaudí balbucease, al borde de la epilepsia.

Los escalones me hicieron dudar acerca de lo que me esperaba. Era grandioso, sí, pero rematadamente cutre. Estaban trazados de cualquier manera, buscando una recta a la que sólo se aproximaban de lejos. El hormigón presentaba un acabado bochornoso, y la superficie rematada con escombros de azulejos. Unos chavales con motos estaban sentados en el pórtico principal, nos miraron de forma extraña. Siguieron a lo suyo, mirando de soslayo a esos dos forasteros que con aire estasiado se acercaban hasta este rincón de escombros para ellos tan natural.

Echamos un vistazo a los sótanos a través de una reja. Andamiajes, vigas y cubos, miles de cubos de productos químicos venidos desde la República Popular de China. Continuamos rodeando al coloso, y encontramos el gran portón lateral que daba acceso a la nave. Parecía una cochera. La impresión me golpeó: tuve que salir a fumarme un cigarrillo antes de volver a entrar. Ni siquiera Il Duomo me había impactado tanto, recuerdo que pensé. Enormidad, mezclada con la fascinación de estar paseándose dentro de algo hecho por un sólo hombre, día tras día, año tras año. Y sobre todo, pensar que todo eso sería barrido muy pronto de la faz de la tierra, de un plumazo. En el centro de la nave, calentándose junto a un fuego encendido en un bidón metálico, se encontraba Justo Gallego, bajo el poster del Papa que preside las obras. Me emocionó sobremanera, y como siempre ella encontró la manera de expresarlo mucho mejor y con menos palabras: pudor, de estar moviéndote dentro de aquél hombre. No era su obra, era su intimidad. Era él mismo.

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Nos acercamos, confundiéndonos con unos turistas que resultaron ser familiares, lo que ahorró los trámites de presentación dada nuestra repentina timidez. Nos confirmaron lo que ya habíamos oído: la abnegada entrega, la austeridad de aquel hombre pío. Las entrevistas de la Radiotelevisión italiana, los reportajes del japón, la sorpresa de su hermana al verlo aparecer en los diarios parisinos. A este hombre, con la camisa raída de segunda mano y su eterna gabardina azul atada con un alambre, las mismas ropas de los recortes de periódicos de hace décadas, le han ofrecido exponer en el MOMA. Y rehusó. Sólo quiere seguir trabajando, no tiene tiempo para más. Ahora sólo habla de las veintitantas cúpulas que le quedan por rematar. No obstante, había algo extraño en las miradas de las primas: una mezcla de compasión y admirada condescendencia. Este hombre no deja tibio, uno no sabe si está ante un loco o un genio. Pareció entusiasmado cuando le pregunté si admitiría peonadas ocasionales en verano. Un belga muy majo viene desde hace tres veranos, me dijo. Nos animó a subir a la cúpula, y desaparecí escaleras arriba.

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Las escaleras de caracol de la fachada aparecían vencidas a mitad de la torre. Estaban plagadas de vencejos muertos, había que andar con cuidado en la penumbra. Cuando emergí a cielo abierto, tuve que contener la respiración: me enontraba por encima de los tejados. Ninguna baranda, ningún andamio, ninguna cuerda. Venciendo mi vértigo -creo que la impresión me impidió acordarme de él- crucé la cubierta de la nave, a todo lo largo, hasta la base de la cúpula. Eran chapas de metal lo que pisaba. Por los agujeros podía ver a los demás, junto al fuego, varios metros abajo de mi. Allí sentado, sentí verdadero pavor al comprobar que todo se asentaba de la manera más precaria posible: un pilar en cada esquina, y una parrilla irregular de varillas de acero. Crucé las piernas, que por entonces dejaron de temblar, me lié un cigarro, y permanecí varios minutos, abstraído.

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Ella no había querido subir. Estaba segura de que toda la estructura podría desplomarse en cualquier momento. Bromeé, diciendo que por qué precisamente iría a caerse ahora. Pese a todo, me embargaba una sentimiento doble, de fascinación y repugnancia, como si mi mente fuera incapaz de clasificar mis sensaciones. Los arcos, las balaustradas, las columnas, todo, estaban hechos a base de espirales de acero rellenas de hormigón. Las torres, rodeadas de ladrillo, se aseguraban unas a otras mediante un entramado de barras. Este hombre trabajaba sin arnés, con una seguridad pasmosa. Ahora entendía lo que decían los expertos de que nadie firmaría este proyecto: seguramente no aguantaría ni el peso de la cubierta. No obstante, había algo sólido, magnífico, que impregnaba toda la obra. Ese brillo en los ojos, esa paciente, resignada, temeraria obstinación. Grandioso. Seguía emocionado, recorriendo con la vista todo lo que me rodeaba, tratando de calcular la equivalencia en días de trabajo de cada pequeño detalle. Mis pensamientos se interrumpieron al ver a mi amiga asomar la cabeza por el hueco de las escaleras: saludó y la oscuridad volvió a tragarla. Por lo menos dejé de sentirme tan solo allá arriba. Cierta tristeza absurda volvió a acometerme en la boca del estómago al pensar en la muerte de ese hombre incomprendido, sin familia, en las máquinas que vendrán a demolerlo todo. Y él sigue pensando en lo que le queda por terminar, claro que sospecho que en su fuero interno sabe que el tiempo se le echa encima, pero tiene que seguir representando su farsa ante el mundo. No soy religioso, pero me inclino ante tales manifestaciones del empeño humano, ante tamañas manifestaciones del absurdo que nos rodea, pero que pocas veces se hace tan evidente.

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Al bajar seguí paseando por los jardines: una casa para los futuros sacerdotes; un belén gigante; la capilla de los apóstoles, con doce bustos esculpidos en cemento. Cuando fui a entrar de nuevo en la nave, unos gritos me hicieron presagiar lo peor. Justo, en cierto paroxismo oratorio, lanzaba imprecaciones sobre el islam, hablaba a voz en grito del Templo, de David, de los palestinos, de la juventud ignorante y presuntuosa. Mis temores se confirmaron cuando lo vi encarado ante mi amiga, que permanecía en silencio. Justo seguía hablando en plural, hilando un tema con otro, y a cada pausa crecía su furia, se iba animando. A unos veinte metros nos miraban, desde la puerta, unos visitantes que no se atrevían a entrar. Por momentos llegó a darme miedo: ahora nos increpaba, nos decía que no sabíamos nada, que si España era de los Españoles por qué teníamos que soportar a los negros y a los moros que vienen a robarnos el trabajo, que hace treinta años no había tanta delincuencia, que si no nos habíamos enterado que estábamos en guerra, si no sabíamos que había habido una guerra en Atocha, y que los socialistas habían ganado de forma vergonzosa unas elecciones, poniéndonos a mal con los americanos, y a ver ahora cómo nos íbamos a defender...

Me enfurecí. Mucho. Quise interrumpirle, oponer mis palabras a las suyas, pero supe que no tenía sentido. No iba a cambiar su forma de pensar. Era yo el que había invadido su templo. Además, para qué cambiar nada. El viejo morirá en pocos años. Sólo me limité a escucharle. La situación se había tornado insostenible, y yo no podía dejar de mirar el pequeño transistor negro.

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Conseguimos zafarnos. Mi amiga, visiblemente alterada, quería marcharse cuanto antes. A mi, sin embargo, me gusta estirar las cosas. Así que le pedí un poco de agua. Nos ofreció gaseosa, aunque estaría caliente. Sólo llenarnos esta botella. Me guió hasta un rincón de aquella empantanada obra permanente -¿no hay ninguna parte terminada, preguntó una señora? No, señora mía, todavía estamos en obras- donde llené agua de una manguera. Antes de marcharme, le pedí permiso para hacerle una fotografía. Cruzamos algunas palabras más, en las que confesó no tener ningún título, y haber aprendido todo esto sobre la marcha. Yo aprendo cada día, hijo mío. Me gusta llegar hasta el fondo de las cosas, me dijo, y luego se perdió en contarme los labrados en plata que había hecho para el Señor Obispo cuando estaba en el convento. Su prima nos había contado en un aparte que se ve que no estaba a gusto y se marchó; yo creo que lo echaron. Sólo nos quedó una cosa por preguntarle -si era, si realmente era feliz- pero yo creo que sus ojos hablan por sí mismos.

Finalmente nos despedimos. Yo seguía oyendo en mi cabeza el "me gusta llegar hasta el fondo de las cosas". Pensaba en eso y en todo lo que este hombre significa. Quizá sin saberlo, está levantando un Templo a la Nueva Epifanía. La cúpula está inspirada en la Casa Blanca. No podía ser de otra manera. Dios y al Gobierno de los Estados Unidos. La Guerra de Atocha. Horas muertas, ladrillo a ladrillo, conectado al mundo a través de su radio. Derribarán el Templo. Pero éste volverá a ser levantado en tres días.

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Los dos estábamos todavía consternados.
-¿Sabes lo que te digo? -dije mirándola, mientras esperábamos el autobús de vuelta- Por mí pueden derribársela mañana mismo. Incluso yo mismo ayudaría con gusto. Y seguimos hablando sobre el arte por el arte y lo beneficioso que resulta que semejantes personajes se dediquen a cosas inofensivas antes que meterse a políticos o economistas. Pero un miedo silencioso nos recorría, subterráneo, el cuerpo.

Escrito por calamar a las 25 de Noviembre 2004 a las 02:07 PM
Comentarios

Me gusta que hables de "ese tono exasperante que alcanzan las palabras cuando ya no pueden arreglar nada, y es mejor callar" porque yo también lo he sentido. Me gusta como has hablado de la arquitectura porque me toca de cerca y empiezo a dudar si lo que estudio sirve en realidad para algo.
Bueno, sobre la forma de pensar, lo que tu dices, mejor que edifique a que se meta a política, que así nos va.

Escrito por alhua a las 28 de Noviembre 2004 a las 01:35 AM

Impactante, mucho.

Escrito por a las 28 de Noviembre 2004 a las 02:47 PM

Todos, alguna vez, en nuestra vida, construimos castillos en el aire. Castillos insostenibles, con sus desgracias aparejadas. ¿Donde estan los locos? dentro o fuera de las casas de reposo?. Cada uno, se hace su camino, cada uno, y el resto del mundo simplemente mira, pero realmente ¿ve, u observa el esfuerzo humano?. Lo que queda, es la propia razón. Que le importa al mundo, un ser. Te digo amigo, que admiro a ese viejo loco. Su esfuerzo vale la pena, nos enseña, que esta gente me enseña lo que vale, la medida del hombre. Gracias que no está en las listas de un grupo político. Que dios nos salve, de la ceguera humana, de que los medios de comunicación ganen la batalla a la razón, ganen la batalla contra el espíritu humano y su juicio sea el de una radio manipulada. ánimo amigo, sigue escribiendo, y yo llenándome de tus letras. adios calamar, de una loca que se llama marisa.

Escrito por marisa a las 1 de Diciembre 2004 a las 11:22 PM

adiós? y por qué no hasta otra?

Escrito por calamar a las 2 de Diciembre 2004 a las 12:28 AM

Hace ya tantos años que no quiero acordarme, llegue a este edificio que entonces solo eran cuatro paredes..... y hable con justo durante su trajo despues de una hora le pedí otra ahora yo otra hora para poder ver solo todo lo construido.....me dió su permiso y al finalizar le dijo JUSTO YO TENGO QUE AYUDARTE EN ESTA OBRA....despues de los años le he ayudado en la medida de mis posibilidades de muchas maneras: por todo este trabajo me siento sinceramente muy honrado y ha supuesto un gran honor compartir con el mi tiempo de trabajo a su lado que más parecia unas vacaciones compartidas que un trabajo pesado.

Gracias al DON de don justo; ha lo de don no es cachondeo sino la justa medida al reconocimiento por su labor en el terreno de la construcción las vidrieras los adornos, el gran maestro del reciclaje (sabiais que los remates que adornan en claustro se usaron polotas de tenis para el encofrado de bola).....GRACIAS MAESTRO DEL GENIO Y GENIO ENTRE MAESTROS

Escrito por julian nuñez de arenas blanco a las 1 de Febrero 2012 a las 09:06 PM

Espero y deseo que este edificio culmine en loor de multitudes ..... y además se convierta en el referente de la esperanza en una nueva vida que casi podemos tocar; cuando pasamos nuestros ojos y acriciamos esos muros llenos de irregularidades,
este edificio a mi me transmite una gran carga de compatibilidad y muchos buenos momentos y vividos alli......por todo lo estoy muy agradecido a DON JUSTO que ha hecho posible esta realidad o dicho de otra forma ha hecho posible que un sueño con fe esperanza y caridad unidas se convirta por un hombre JUSTO en el crisol que llevará estas virtudes teologales ha manifestarse dentro de quienes la visitan y quedamos tocados por el pellizco de justo en el corazón......también confio en mi esperanza.....presidenta de la comunidad de MADRID.

Escrito por julian núñez de arenas blanco a las 14 de Marzo 2012 a las 05:09 AM

Espero y deseo que este edificio culmine en loor de multitudes ..... y además se convierta en el referente de la esperanza en una nueva vida que casi podemos tocar; cuando pasamos nuestros ojos y acriciamos esos muros irregularares,este edificio a mi me transmite una gran carga de compatibilidad y muchos buenos momentos y vividos alli......por todo lo estoy muy agradecido a DON JUSTO que ha hecho posible esta realidad o dicho de otra forma ha hecho posible que un sueño con fe esperanza y caridad unidas se convirta por un hombre JUSTO en el crisol que llevará estas virtudes teologales ha manifestarse dentro de quienes la visitan y quedamos tocados por el pellizco de justo en el corazón......también confio en mi esperanza.....
presidenta de la comunidad de MADRID.

Escrito por julian núñez de arenas blanco a las 14 de Marzo 2012 a las 05:17 AM
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