Y que un escéptico descreído como el que escriba estas líneas se vea así, tan miserablemente perdido, tan extrañamente en ninguna parte, tan recurriendo a cualquier cosa a la que agarrarse que nos ate a tierra firme.
Sentarse en una plaza desde la que se domina la ciudad (y acaso el paso a alguna otra, no hay que subestimar la capacidad que tienen los sitios para reclamarnos como por casualidad, y como avisando de lo que vendrá: usted visita un rincón porque le dio por ahí, porque se le ocurrió de repente, y acaba volviendo al cabo del tiempo y recuerda cómo lo miraba entonces, con qué animo de explorador silencioso internándose en la selva). Sentarse en esa plaza y saber que sí, que las agujas en la espalda pueden que no sean más que una vil excusa para cambiar de cara, para tumbarse a no pensar en nada, para no moverse, más que toda la parafernalia energética que hace de nosotros desagües del vertedero universal.
Las cosas funcionan porque sí, y punto. Qué manía con oponerse a todo, con expliicarlo todo, y desde tantos puntos, sin explicación de tal necesidad. Hincluso los apóstatas acaban atacando aquello de lo que reniegan casi con más sarna de con la que sentían ser tratados. Es algo que me saca de quicio: o esto o lo otro.
Pero no vine aquí a decir estas obviedades ni defender nada.
Sólo quería escribir sobre esta de nuevo primavera. Por muy manida que esté, la imagen del despertar del letargo sigue siendo estremecedora. Entra por la ventana. Entra por el correo electrónico en forma de algunas preguntas manidas que a fuerza de trivialidad consiguen la instantánea, la sonrisa franca, el mirar en gestos nimios cómo siguen estando los que estaban.
Es increíble que el mismo tiempo haya pasado. Para todos, en todas partes. La agitación nerviosa del sonámbulo en su madriguera se aplaca con el aire, con el mundo tan nítido de nuevo. El tiempo por venir se agazapa como los brotes hinchándose, sabedores de que saldrán sin aviso.
Cosas como mirar al mundo y que siga ahí, salir de un agujero húmedo, terroso, con la cara llena de musgo, y que siga habiendo luces y sombras. Como si fuera algo normal. Sin eco, las voces suenan claras. Los amigos ahí siguen, ni más lejos ni más cerca. Ajenos, pero casi tanto como uno mismo, como el movimiento de esta mano. Los puentes no son hazañas improbables, son sólo eso, ganas de tumbar unas maderas entre las orillas de un barranco.
Y así puede uno ir a donde le parezca.
(Quiero aprenderme dónde estaban los puntos esos de las agujas)...
El frio complica siempre las cosas, si que es verdad, Julio, tanto tiempo sin oir tu voz, la voz, tantas voces, tantas cosas, sin mirar, sin sacar a la luz, ni siquiera a la penumbra...
El frio complica siempre las cosas, en primavera se esta tan cerca del mundo, tan piel contra piel. Tan cerca otra vez, tan lejos ahora, tan supervivencia de hormigas. No se culpe a la subida de la bajada, al invierno del verano, al freno de la falta de velocidad, a los relojes del tiempo.
Luna creciente, final de la durmancia. Sopla el viento. Ni siquiera ha nevado.
vuelve a pasar, el dónde estuve mientras...
el que hable y la gente no me entienda
el que necesite traducción, incluso en el mismo idioma
el que no me decida
el que no me encuentre
el que pierda la calma
el que tenga miedo y no quiera reconocerlo.
pero a veces suceden cosas que, pese a todo lo demás, permiten seguir sonriendo.
que duren... aunque mientras todo lo demas se este yendo al demonio.
una mezcla de cosas que se oyen, que no se oyen, que se imaginan y que
solo se temen. se te oye mas tranquila, mas pausada, pero tambien...
en resumen: no sé. acaso prisa por colgar, comodidad, incomodidad,
paredes que hablan, una tormenta en collserola, la estufa fria, el
tiempo que vuela y las agendas apretadas. ajeneidad. miedo, preguntar,
no preguntar, at the end it happens to be the same question.
el otro dia, cuando me quede solo en la salamandra, agarré otra
cerveza y me dirigí al rincón de antes. no era el mismo, estuve dando
vueltas por la sala, huyendo de los espejos para no verme, pensé que
ya no estaba, finalmente la encontré en la dirección opuesta. la
fiesta dejó de ser tan sórdida, tan ajena, pero solo por unos minutos,
ya se despedía y yo como clavado en la columna.
entonces dejó de tener sentido, ese sentido tan absurdo de cuando
sabes que no vas a decir nada ni a intentar nada, y aquel antro volvió
a ser eso, un antro, un ruedo desbocado, la sordidez de saber que no
sabes qué haces aquí. afortunadamente el nocturno estaba esperándome
en la puerta.
de camino a casa, masticando el exceso de alcohol y esa sensacion,
segui dandole vueltas. entendí súbitamente que al fin y al cabo
siempre es asi, en todo momento: siempre una desconocida que de
repente le da sentido a una fiesta. me repetí esa frase como un
mantra. y cuando sientes que la fiesta se termina no tiene mucho
sentido volver a buscarla.
y bueno. no sé qué hago contándote esto. me apetecía.