Y que un escéptico descreído como el que escriba estas líneas se vea así, tan miserablemente perdido, tan extrañamente en ninguna parte, tan recurriendo a cualquier cosa a la que agarrarse que nos ate a tierra firme.
Sentarse en una plaza desde la que se domina la ciudad (y acaso el paso a alguna otra, no hay que subestimar la capacidad que tienen los sitios para reclamarnos como por casualidad, y como avisando de lo que vendrá: usted visita un rincón porque le dio por ahí, porque se le ocurrió de repente, y acaba volviendo al cabo del tiempo y recuerda cómo lo miraba entonces, con qué animo de explorador silencioso internándose en la selva). Sentarse en esa plaza y saber que sí, que las agujas en la espalda pueden que no sean más que una vil excusa para cambiar de cara, para tumbarse a no pensar en nada, para no moverse, más que toda la parafernalia energética que hace de nosotros desagües del vertedero universal.
Las cosas funcionan porque sí, y punto. Qué manía con oponerse a todo, con expliicarlo todo, y desde tantos puntos, sin explicación de tal necesidad. Hincluso los apóstatas acaban atacando aquello de lo que reniegan casi con más sarna de con la que sentían ser tratados. Es algo que me saca de quicio: o esto o lo otro.
Pero no vine aquí a decir estas obviedades ni defender nada.
Sólo quería escribir sobre esta de nuevo primavera. Por muy manida que esté, la imagen del despertar del letargo sigue siendo estremecedora. Entra por la ventana. Entra por el correo electrónico en forma de algunas preguntas manidas que a fuerza de trivialidad consiguen la instantánea, la sonrisa franca, el mirar en gestos nimios cómo siguen estando los que estaban.
Es increíble que el mismo tiempo haya pasado. Para todos, en todas partes. La agitación nerviosa del sonámbulo en su madriguera se aplaca con el aire, con el mundo tan nítido de nuevo. El tiempo por venir se agazapa como los brotes hinchándose, sabedores de que saldrán sin aviso.
Cosas como mirar al mundo y que siga ahí, salir de un agujero húmedo, terroso, con la cara llena de musgo, y que siga habiendo luces y sombras. Como si fuera algo normal. Sin eco, las voces suenan claras. Los amigos ahí siguen, ni más lejos ni más cerca. Ajenos, pero casi tanto como uno mismo, como el movimiento de esta mano. Los puentes no son hazañas improbables, son sólo eso, ganas de tumbar unas maderas entre las orillas de un barranco.
Y así puede uno ir a donde le parezca.
(Quiero aprenderme dónde estaban los puntos esos de las agujas)...
Escrito por calamar a las 28 de Febrero 2007 a las 08:17 PM