Releo lo que escribí en otra parte y polemizo, con la lucidez de la falta de sueño, con quien quiera que escribiese aquello. No es una rectificación, más bien un anexo con otra hipótesis. Sólo que ahora no queda tan claro, y la duda no aguijonea con el suficiente ímpetu como para querer probar tal o cual cosa. Más bien queda una felicidad no alegre, la tristeza lánguida del morador del laberinto que poco a poco acumula más evidencias, descubre serenamente la conexión entre dos sectores irreconciliables, intuye que al otro lado del muro se abre un corredor todavía desconocido; avanza en el laberinto cada vez con menos desesperación, pero al mismo tiempo prefiere observar el juego de sombras de los atardeceres entre los muros en lugar de deplorar su encierro. Ya se ha acostumbrado y, aunque no está seguro de nada, tampoco cifra todas sus esperanzas en salir a campo abierto; tal vez le bastaría alcanzar el eco de esos pasos que no pueden ser los suyos, se niega a creerlo; para cotejar sus mapas mentales, tal vez, para planificar la huida en compañía, acaso; pero a veces piensa que le bastaría con una presencia silenciosa, que de hecho ahí queda en alguna parte, invisible, y tal vez con eso baste; por momentos cree que incluso le bastaría con toparse con el minotauro y lejos de atacarle o huir, se quedaría buscando en su mirada una pizca de complicidad. Saberse con certeza en alguna parte, compartir el destino con la bestia, sabedor de que los muros que recorren no son los barrotes de su consciencia. Acatar que estamos encerrados con ella, sabiendo que el choque será inevitable pero casi deseándolo; casi perdiendo toda ilusión de ver el mar, aunque estemos en una isla de la que no se pueda salir a nado, pero enfrentarse al mar; saber que es difícil pero saberlo remotamente, actuar con el candor de cuando no sabíamos que lo fuera. Claro que sin perder la cabeza estrellándola contra los muros, tampoco es plan.
Hablábamos de burbujas. Creo que, además de desmoronarse, a veces pueden ser abandonadas voluntariamente. Nada es tan mecánico, ni ninguna inercia tan poderosa si en los sótanos de nuestra alma se prende la chispa adecuada. Aunque sea un cortocircuito en el ruinoso cableado. O puede que simplemente nos aburran, sintamos tedio de nosotros mismos y salgamos a ver qué encontramos fuera como el que se pasea lápiz y cinta en mano por el laberinto del Ikea. Eso o realmente, de tarde en tarde, se nos ocurre mirarnos desde fuera (aunque este fuera esté jodidamente dentro) al mismo tiempo que recordamos que no somos los que queríamos ser, que aunque este pasillo sea cómodo era otra cosa la que andábamos buscando. Pozos escondidos en mitad del desierto, no grifos esmaltados, no bidones con sabor a plástico. Aunque cueste ponerse a andar.
Desde aquí y ahora me parece que la desilusión no es el fuera, aunque a veces sea el único impulso que tenemos a mano para moverse de lugar. Pero creo que más bien es un paraguas terapéutico, con un cielo negro pintado para no ver el sol. Porque a nadie le gusta ver que afuera hace sol cuando viene de un cuarto oscuro y frío.
Claro que dudo que realmente exista un fuera, casi postularía su no existencia, si no fuera por lo terrible de esta conclusión y el peligro de que al convencernos de ellos nos quedemos cruzados de brazos convencidos de que quien diseñó el laberinto olvidó, por descuido o maldad, ponerle una salida. Asumir entonces, operativamente y por convenio, la noción de fuera a título operativo. Para llamar a gritos a los dueños de los pasos que no vemos, para dirigirnos a una zona de nuestra elección. Aunque las burbujas que allí se levanten sean en realidad un anidamiento de capa tras capa: si no se parecen a esta, si el tiempo y el sueño y el hambre y el deseo fluyen allí de otra manera, si las astillas no resqueman tanto por las noches, seguiré llamándolo fuera. Aunque sea un fuera tan exterior como la caverna subterránea que se construye bajo una cama.
Por lo mismo reniego del concepto de cebolla hueca. Por muy angustioso que pueda llegar a ser, y la retorcida comodidad de la angustia autocompasiva, no hay cebollas huecas, no hay camaleones universales. Aunque lo imitase todo tendría consciencia de la imitación, los estados anímicos mimetizados, su alternancia, sus rechinares, sus picos y sus valles constituirían su camaleonicidad. Tan sólo podría haber camaleones más o menos perezosos, más o menos temerosos del dolor contorsionista. Más alocados o más reflexivos, más imitadores de lo imposible, a riesgo de pegarse contra el suelo, y más amantes de las formas estatuidas. Más o menos propensos a la inercia. Claro que pueden decidir llamarse cocodrilo o mono, pero siguen siendo camaleones.
Por último, me planteo el proceso de construcción. Palabras, sí, pero hay infinitos modos de ensamblaje. Y cementos más o menos elásticos, muros más o menos permeables. Y ventanas miopes y ventanas horizonte. Tal vez entonces creí que uno podría empezar de cero, pero la noche se acerca cada vez más y entoces descubrimos la escasez de materiales: a veces sólo barajamos, pero siempre entre los restos del derribo. De cuando en cuando encontramos algo exótico, algo nuevo, casi siempre de una explosión cercana. Claro que a saber cuánto tiempo llevan esos ladrillos por aquí, probablemente desde que el mundo es mundo, claro que las técnicas y las modas.
Y el asunto de los planos. Al principio uno busca altura, la sensación de vértigo, mirar a dios a los ojos. Pero entonces Babel y vuelta al suelo. Conforme pasa el tiempo nos meten el miedo del desequilibrio, y entonces todos buscando anchos basamentos, elegancia o estabilidad. Como si los terremotos no derribasen catedrales. Y a todo esto tenemos manías recurrentes, he observado en todo este tiempo la tendencia casi universal a repetir el edificio que esperábamos. La costumbre, sí, el miedo a los derribos constantes. Si el arco se cayó por su propio peso, no buscamos otra forma: lo levantamos exactamente igual hasta un ladrillo antes y entonces vemos qué se puede hacer. Para engañarnos le ponemos otro nombre, otra voz, pero en vez de descifrar las líneas invisibles imponemos al aire nuestro diseño. Porque esa es otra: se me ocurre que las burbujas estuvieran ahí sin que nosotros las levantemos, y nuestro devenir sea como de larva impenitente, de celda en celda de la colmena. Precisar que las colmenas silvestres no son tan regulares: crecen espontáneamente donde les sea posible, desbordándose. La única regularidad viene por las zonas de contacto.
(Observo con pavor que la otra vez pude expresarlo con muchas menos palabras.)
Resumiendo: caen burbujas, levantamos burbujas. Sucede a base de repetirnos segundo tras segundo que sucede. De momento opto por las burbujas ligeras, transportables, con grado variable de opacidad y resistencia. Odio las burbujas esclerotizadas, por muy bien que me las pinten. Ando buscando, siguiendo ecos, porque me diviertiría montar un campamento de burbujas experimentales. Más rápidas que la fuerza de gravedad; sembradas de túneles subterráneos.
Escrito por calamar a las 14 de Febrero 2005 a las 12:58 PM