El peligro no existe para los calamares de las profundidades. Sus cambios de color expresan emociones complejas. Pero no pueden tener miedo. Son curiosos los bípedos implumes.
Inventan sortilegios. Se hechizan mutuamente. Habitan burbujas agradables que construyen a base de masticar palabras; así tamizan la sórdida superficie por la que deambulan como buscando algo que no conocen. Invitan a otros a la periferia de sus burbujas, atándolos con lazos invisibles. Tienen pánico a darse cuenta de que están solos, y que seguirán estándolo cuando mueran.
Hay ocasiones en las que un par de palabras rituales -cuatro, para ser precisos- marcan el derrumbamiento de una de estas burbujas de endorfinas y peces de colores. Su atrofiado habitante, cual crisálida experimental, se apresurará a levantar otra coraza aún más vetusta, aunque tenga que rebuscar entre las inmundicias.
Es delicioso contemplar cómo se engañan creyendo en sus todopoderosas burbujas. A veces acaban hundiéndose a fuerza de ir bien, levantado capas y capas concéntricas entre las que terminan por no saber escapar.
Resultan sobrecogedores los especímenes que vagan desnudos, sin burbuja protectora durante un corto espacio de tiempo. Comprenden que todo es juego, toda ilusión una venda, todo compromiso un ala mojada, toda ocupación un divertimento. Se los puede sorprender caminar desilusionados, con la mirada perdida en el infinito.
Sólo entonces son capaces de darse cuenta; de desmontar la Gran Burbuja donde se hacinan. La ciudad cae en piezas, los árboles se detienen en su explosión congelada. Los edificios se convierten en un moho atrevido que apenas se distingue de la superficie de la roca. Las avenidas son caminos de hormigas atravesando un solar.
Y es entonces cuando quieren escapar. Pero la burbuja que ya han empezado a salivar los retiene de este lado.