4 de Abril 2005

Claro que

uno no puede evitar que con estas cosas pase igual que con las piedras que uno coge en el campo un día de sol radiante. Las guarda y al ir a sacarlas al llegar a casa y vaciarse los bolsillos, a las piedras les pasa lo mismo que a los billetes de tren o los sobrecitos de ketchup. Qué hace esto aquí. Por qué la recogí. Por qué precisamente esta. Algo las contamina (igual la forzada connivencia con los tickets y los sobres). La piedra vuelve a ser una piedra, y si no falla la memoria (no lo intenten, intentar fotografiarla in situ no sirve de nada, como si tuviesen alma y ese alma pudiera ser sustraída) también ha perdido algo de aquel brillo que la hacía especial.

Eso o como le pasó al libro de sentencias de Pessoa. Una vez que se quedó atrás la ciudad empedrada, el sonido de un idioma extraño y el paraguas con goteras, una vez que se perdió para siempre el gusto de la enorme magdalena de chocolate y las notas de aquella música de jazz, una vez que la presencia que entonces me acompañaba volvió a ser simple presencia con un nombre entre tantos nombres, ahora sí, me queda el libro y puedo sacarlo, pero no dice mucho más que el prospecto de un jarabe.

Aunque igual en su momento sólo se trataba de eso.

Aún así, todavía recuerdo cómo me sentí esta mañana. Al menos es un consuelo.

Escrito por calamar a las 4 de Abril 2005 a las 10:10 PM