Viñeta con la que habría que decorar la entrada de todas y cada una de las aulas en este comienzo de curso...
Les recomiendo encarecidamente se hagan con un ejemplar de "Dinero", de Miguel Brieva.
El pánico que invade a los franceses en marzo de 1935, coincide con la mayor crisis de Sartre, agudizada por su afán de experimentar alcances en las anomalías de la percepción. Simone, después de telefonearle al hospital Saint-Anne, donde le habían aplicado inyecciones de mezcalina, afirmó no sin preocupación: "Sartre me dijo con una voz confusa que mi llamada le arrancaba de un combate contra unos pulpos, en que ciertamente no hubiera llevado la mejor parte... No había tenido alucinaciones; pero los objetos que percibía se deformaban de una manera espantosa: Había visto paraguas, buitres, zapatos, esqueletos, rostros monstruosos; y por los lados, por detrás, se removían cangrejos, pulpos, cosas gesticulantes..."
Oscurece. Una tenue pesadumbre se apodera del océano, se inaugura otro tiempo, otro orden de cosas, otro ritmo nos gana como por detrás del escenario: la transición es abrupta, aunque sin sobresaltos. Atrás queda el esfuerzo cotidiano por seguir en pie, apuntalando el edificio desde donde tarde o temprano habremos de saltar. Si alguien no nos conmina antes a abandonarlo, guiándonos sin que sepamos que nos guía por una puerta trasera, por un pasillo inverosímil, por túneles sellados. Todo sucederá bien lejos del batir furioso del oleaje, con el fluir apacible de las corrientes taimadas, del magma primigenio.
Temeraria tarea la de retratar lo invisible, la de balizar las imperceptibles corrientes de aire, los escollos de un paisaje que nunca es el mismo ni serlo podría. Sólo nos es dado intentar una vaga aproximación enfocando no hacia donde no puede estar lo que no se ve, sino arrojando una mirada sin pretensiones que acaricie los alrededores, buscando blandamente, sin esperar, sin prefigurar el hallazgo, hasta que tenues alteraciones en la superficie de las cosas nos revelen un ángulo que reverbera de otra forma, apuntando hacia una presencia ausente.
Quizá entonces podamos, día tras día, ir rodeando la zona que de tal manera nos atrae, delimitar sus contornos, terminando al final de largos paseos en cada una de sus fronteras y contemplando en silencio el espacio vacío que encierra antes de regresar. Puede tratarse igual de un bosque de abetos que de un rincón poblado de telarañas: habrá que adaptar la metodología de manera meticulosa y flexible a cada manifestación particular.
Encontraremos entonces palabras como alfileres de entomólogo: ciudad invisible, muralla impenetrable, laberinto con un abismo en su centro. Sólo habrá que considerarlas para disolverlas de inmediato en el silencio. Pues de nada nos sirven para separar el área inexplorada del resto del universo. El interior es exterior. La belleza del paisaje que nos taladra el cráneo como un ineluctable zumbido no reside en las piedras del desierto, sino en lo que desde allá o desde acá nos impulsa a explorarlo, estar precisamente allí en este momento y no seguir de largo por ninguna de las sendas que lo rodean, ni siquiera por la que pasa por su centro mismo, inaprehensible.
No se trata de desierto, jungla o asfalto, ni de paisaje lunar. Elecciones fortuitas, al fin y al cabo, recorridos turísticos, carreteras que figuran en los mapas. Accidentes. El aguijón es precisamente traspasar la frontera cuando menos se lo espera, es un habitar nómada que nos permita habitar desde otras soledades, ser allí y mirar de otra manera que oscuramente presagiamos. Y reirnos sin dobleces del edificio abandonado, tan carente de sentido como estas palabras ambiguas.