Por más que el que te dije se empeñase en desligarse de las convenciones (aun a sabiendas de que no querer aceptar ninguna es precisamente una de las convenciones más convencionales), algo le dolía en el fondo del alma mientras se alejaba de la parada de autobús. En el fondo del alma. Si es que tiene. Todo lo que empieza se acaba, volverán las oscuras golondrinas... No se trata de eso. No. No es tan simple como agarrarse a una frase hecha, no es tan simple como acatar las palabras que inevitablemente se intercambian en estas ocasiones. Vivir una escena previsible, una escena que se repite en este momento en centenares o miles de lugares del globo. El mundo no existe en este momento. La burbuja se rompe, la sórdida realidad aflora. Hace a uno consciente, lo expulsa a la soledad. Es la convención lo que le irrita, lo exasperante de la irreversibilidad, de tener que recordar mañana que esto sucedió hoy, y que no hay nada que hacer. Fin, final, finito. Acabóse. Ya no más. Ya no más qué, no nos preguntemos el por qué ni el cómo, nadie va a rebobinar la cinta. Ya no más qué. El péndulo oscila manso en su mano, el mismo péndulo que ayer interrogaba -mentiroso, compasivo. Mañana recordaremos estas palabras como dichas, y nadie las va a desdecir. Mañana empieza otro ciclo, un ciclo distinto, poblado de una ausencia a la que nisiquiera se puede acompañar de odio o resentimiento.
Fue tan dulce.
Precisamente hoy la encontró distinta. Menos distante, más cálida cuando su mirada se cruzaba con la suya. Pensó que algo podía cambiar. Era sólo la calma que precede a la tormenta. Ya no siento lo que sentía, y entonces nada más que decir. Apenas las palabras debidas de consuelo que son de esperar en estos casos, no hay nada que hacer, la decisión está tomada. Inicio del duelo, las palabras se ahogan. Sólo se valora algo cuando se pierde, bla, bla. Miradas al tiempo que se cierra. Se abrazaron. Algún sollozo. Confirmados los temores, ya sólo podía mirarla. Mirar cómo subía en el autobús y, como siempre, se alejaba sin mirar atrás.