18 de Mayo 2004

Tarde de domingo...

Personaje peculiar. Personaje habitual. Personaje que se harta de tratar de distinguir a cual de las categorías debe asignarse, todavía no del todo desprendido de la manía de definirse, con tendencia estetico-obsesiva y no desprovista de cierta pedantería hacia el uso abusivo de las paradojas y la retórica pseudointelectual, acaso tomando los fuegos de artificio como medio para disfrazar su vacío vital. Delirios autotrascendentes. Excesiva autocrítica, descreimiento. Personaje cebolla, de la variedad creyente en el núcleo interno y poseedora de abundante indumentaria en el armario, amante de carnavales y mascaradas.

Personaje anteriormente citado a punto de desesperar a base de no hacer nada. Ni siquiera aprovecha los fines de semana. Personaje que termina de comer temprano un domingo y se debate entre seguir entre cuatro paredes y dar una vuelta para aprovechar la tarde radiante (y, por qué no decirlo, para verla, porque la extraña, porque aunque jamás alcanzaría el estado de dependencia que profesan los demás (!) se siente bien al tenerla cerca, al mirarla, al tocarla, al...). Personaje dicho sea de paso completo inútil para hablar de las cosas más sencillas. Siempre acaba turbioabstractizándolo todo. Personaje y persona al otro lado del teléfono (también en cierta manera personaje, pero más persona que el primero) acaban tomando unas coronitas con limón entre los mosquitos y los acordes de conservados en alcohol...

Personaje comienza a divagar de manera absoluta. Y bastante deficiente. Le cuesta expresarse. Roza los conceptos, los prende y los lleva con alfileres. Ramifica la conversación por espacios redundantes, de modo que la visión, el dilema, la pregunta, el escenario, dejan de tener la autenticidad de cuando se descubre el asunto por uno mismo. Sus palabras suenan a discurso repetido. Incluso para él mismo. Tal vez sea la ausencia de hashis. No obstante, ella ramifica también su conversación, entretejiéndose. Es una tarde agradable. Sus respuestas, sencillas, vuelan en el aire y se rien en cierto modo de los castillos de naipes, que comienzan a caer sobre la mesa. No hay dentro o fuera, sino cerca y lejos. No es el sistema, es la vida de cada día. Terrible. Deliciosa. Por eso la quiere.

El tiempo, como siempre, acaba por cercarlos, por cerrar el paréntesis. O abrirlo hasta la proxima vez, según se mire. Pero el tiempo no es el único responsable de la sensación que se queda mientras anochece, volviendo a casa. Al personaje se le llena la boca con teorías y ficciones. Con observaciones mordaces, con juicios por encima del bien y del mal. Pero jamás baja a la tierra. Nunca mira a los ojos para expresar un senitimiento: cuando tiene que hacerlo, mira al vacío. Y esto es solo de tarde en tarde. No sabe, no se atreve, no encuentra nunca el momento. Es general en este tipo de personajes suelen andar siempre dándole vueltas a la cabeza, interpretando cada palabra, cada acto o cada omisión, sopesándolo todo en distintas balanzas. Analizan la relidad, disecan un gesto, un tono de voz. Comparan registros, unen puntos, grafican tendencias. Extraen conclusiones y vuelven a comenzar, disfrutando secretamente del abanico de situaciones en que podía encontrarse el otro cuando lo tuvo enfrente. En función de cualquier capricho, del ánimo particular a que se preste el día o del mero azar, toda disección acaba por entrar en resonancia positiva o negativa, por coincidir jubilosa u oponerse oscura a los propios deseos y esperanzas, pese a no desconocer como cualquiera lo pernicioso de situarse a la espera de lo contrario de lo que se desea, costumbre que se inicia probablemente al forzar con la lengua la dolorosa caída de los primeros dientes.

Bien pudieran concluir, entre otras tantas cosas, que el otro es injusto, que una relación determinada es asimétrica, siempre en perjuicio de uno mismo. La base de esta convicción tal vez se encuentre en el rebuscado concepto del mercadeo de intimidades, definiendo las capas más internas de la cebolla en función de la audiencia de cada una de las expresiones. Partiendo de la base (muy aventurada) y de tinte romántico de que los enunciados proferidos en circunstancias de menos audiencia (o privilegiadas, por tanto), los estadios más cercanos a lo inconfesable (ante nadie, aunque cabría preguntarse si ni siquiera ante "uno" mismo...) equivalen a verdades más auténticas que las enunciaciones públicas y cotidianas. Desde esta óptica, que algunos tachan de patológica, y otros de completamente sincera, la expresión de los sentimientos más profundos es algo reservado sólo a los que consiguen figurar en el rango más central del laberinto...

Siempre hay, por tanto, un otro a quien culpar. Según los esquemas expuestos del enmascarado personaje, pautas siempre subconscientes, pues no llega a tanto el cinismo, uno prodiga confianza mutua y sinceridad absoluta, percibiendo un cierto hermetismo de vuelta... Ciertamente, a pesar de todo su esnobismo, nuestro caro personaje es un ser etiquetado.

No percibe, por supuesto, que incluso se dice con lo que no se dice. Que hablar en cierto modo es silenciar el silencio. No saber escucharlo. Y él, prodigio de locuacidad...¿Cómo va a descender a lo concreto? ¿Al presente? ¿Cómo va él a mancharse con las palabras por todo el mundo y durante tanto tiempo holladas? ¡Ni hablar! ¡Él es... original! Ante todo, originalidad. Aunque el mero intento sea lo menos original del universo. Las palabras están vacías, nos dirá. No significan nada. Mis emociones son únicas, irrepetibles... cómo meterlas en moldes que valen para todos. ¿Cómo expresar algo tan delicado con algo... que no sabemos lo que significa?. Qué dislate...

Y así es como se escabulle. Así es como se justifica a sí mismo... (Así y convencido de que decir ciertas palabras malditas arruinarán su imagen para siempre, harán que quien tenga enfrente o quien pase alrededor no pueda parar de reírse...). A pesar de que, volviendo a casa, el personaje se promete que la próxima vez buscará un hueco en sus divagaciones para descender a la tierra. Para decir lo que le venga en gana. Para dejar aflorar no lo más profundo, que no existe, pero sí lo que se filtre por las grietas de los diferentes estratos de la existencia. Que no pueden estar incomunicados. Que afloren hasta que, como cuando se rompe un dique, se inunden unos a otros, mutuamente.

No es cuestión de pronunciar una palabra maldita, que sonaría falsa, que sonaría fuera de lugar. Sólo dejar de ser un personaje. Que no expresa lo que siente. Escrito por calamar a las 18 de Mayo 2004 a las 10:49 PM

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