10 de Mayo 2004

LOS HABITANTES DEL HUECO


Y qué le vamos a hacer si nos encontramos con una de esas pequeñas catástrofes cotidianas, qué puedo decir si simplemente sucede y cualquier intento de evitarla o explicarla está de antemano condenado al fracaso.

Y más si el cataclismo se multiplica, se va infiltrando desapercibido por las rendijas de la realidad hasta empapar la esponja sudorosa que se derrama sobre todos nosotros cada día, segundo a segundo, interponiendo vaharadas sutiles entre los ojos y lo que queda delante, avanzando con su caricia hipnótica por entre los arriates llenos de árboles sin hojas, soplando como una brisa que nadie percibiera, una brisa gélida que sólo pudiera ser detectada por los gemidos de los perros o el bullicio intranquilo de los pájaros en sus jaulas, pasando entre los transeúntes que como mucho alcanzan a volver la cabeza con sobresalto, la mirada perdida hacia un punto en el vacío en el que nada sucede, de modo que el que mire seguiría caminando y al poco olvidaría ese gesto inútil, borraría de la memoria su reacción primitiva ante un nuevo tipo de perturbación atmosférica, ante el paso fugaz de una perturbación indetectable, no habría hecho más que disparar un gesto tan instintivo como el de respirar, provocado por el mero roce de los párpados con la punta helada de algo que llena el aire.

Recuerdo verte mirar así en alguna de esas noches sin luna que ya no volverán, a no ser que. La fisura. Todavía puede quedar una fisura.

La noche entera temblaba y tú sonreías con una sonrisa que podría ser tan triste como alegre, lo único que queda a flote mientras van desapareciendo los restos del naufragio. Aquella noche yo bromeaba con el hueco, que por entonces apenas era poco más que una palabra. Miraste furtivamente hacia un punto atrás y arriba de donde estabas sentada, a un punto perdido entre las sombras a tu espalda. Lo habías sentido. La conversación proseguía a dos o tres pasos, languideciendo bajo el frío que caía a ráfagas desde la última farola titubeante que recorta el espigón, amenazando con palidecer de forma definitiva. Pensaste que se trataba de otra historia absurda, incluso yo podía reirme creyendo que se trataba de eso, pero pronto vimos que todo al que preguntásemos había experimentado alguna vez la sensación, aunque pocos se atrevían a tratar de explicarla, y muchos rechazaban que tuviese más interés que notar que se nos ha dormido un pie o un brazo.

Un poco sin darnos cuenta, acabamos volviendo allí varias veces, y sin hablar mucho llegamos a la conclusión de que el hueco existía realmente. Era algo que llegaba sin previo aviso, pero que se podía aprender a dominar con un poco de práctica. Sentados en aquellos escalones resultaba especialmente fácil, apoyando la espalda en la barandilla oxidada que daba al mar. Bastaba con fijar la vista en algún punto del acantilado que se recorta contra el horizonte, le tomamos especial cariño a las ruinas de una torre que coronaban uno de los farallones más alejados. No siempre lo conseguíamos, pero llegamos a dominar la técnica, al principio sólo durante algunos segundos. Aquel era un lugar especialmente propicio.

No existen palabras para describirlo. El salto al hueco es una maniobra peligrosa, por cuanto tiene de suspensión y de desplazamiento sin aterrizaje previsible. A todos nos sucede en alguna ocasión, especialmente durante una situación de tensión extrema, o una discusión que se aboca a no tener más que una salida: por un instante, nos vemos desde fuera, en ángulo oblicuo, un poco desde arriba. Nos observamos agitar los brazos y mover los labios, y lo que es más, incluso puede que continuemos allí abajo en la situación inmediatamente anterior, podemos seguir hablando y reaccionar ante los que nos rodean, de modo que nadie se podrá apercibir de que en realidad estamos observando el conjunto desde un punto suspendido sobre nuestras cabezas, sin poder hacer nada para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Ese hecho constituye un ejemplo de salto espontáneo al hueco, y a base de concentración, se puede permanecer allí tanto tiempo como se quiera.

Para saltar al hueco se necesita una especie de abrefácil metafísico, como los que traían las latas de sardinas. Nunca llevábamos uno encima, pero llegó un momento en que con sólo mirarnos sabíamos si podríamos o no saltar. El abrefácil es sólo una manera de llamarlo, porque se usa como un abrefácil: llega un momento en que se puede enroscar una de las esquinas del decorado hasta abrir un hueco improvisado al que poder saltar. Cada uno de nosotros intentó instruir a otros en aquel arte recién descubierta, pero nuestros intentos no prosperaron. Seguíamos encontrándonos de tarde en tarde, el escenario que siempre se abría era la torre sobre el acantilado, preferentemente en noches sin luna en las que el horizonte se confunde en una sóla banda oscura que funde al cielo con el mar, aunque con el tiempo conseguimos abrir huecos por casi todas partes, especialmente a la altura de las cornisas de los edificios de cualquier ciudad solitaria a altas horas de la madrugada.

Una vez allí se puede volver a bajar sin más vicisitudes. Otra opción es no quedarse agazapado en la abertura, sino gatear por el espacio que se abre al otro lado. Cuando uno aprende a moverse de forma estable por allí arriba, puede abrir orificios por los que descender a otra vertiente del escenario. Nos costó bastante asimilar esto, -y ahora no sé si hubiera preferido no hacerlo, no proseguir este tipo de exploraciones ni dedicarme a observar los signos que anticipasen un momento o lugar apto para el salto: tú te has salvado, pero yo no sé cómo volver- pero las posibilidades que ofrece y la propia sensación compensan con creces todo el tiempo que hemos pasado intentando mejorar el procedimiento.

Es fundamental reconocer minuciosamente hasta el último rincón del escenario elegido, a fin de no desorientarnos en cualquier giro por extravagante que sea. A este propósito surte efecto entrenarse por el procedimiento de observarlo todo con la cabeza al revés, hasta llegar a invertir el sentido de lo que está arriba y lo que está abajo. La observación atenta y detallada de cualquier acontecimiento, por nimio que en principio pueda parecernos, nos revelará pequeñas sucesiones de hechos extraordinarios, -dos insectos volando en direcciones diametralemente opuestas, un número que aparece recurrentemente, la cantidad de azúcar que se derrama fuera de la taza, tres piedras que forman un triángulo perfecto- que pueden llegar a desatar una catástrofe de las proporciones justas para ocasionar un salto sostenido al hueco.

Y todo es distinto al aterrizar en la otra vertiente. La mayor parte de los objetos inanimados continúan en la misma ubicación, o mantienen igual rumbo y velocidad que tenían antes del salto, si ya estaban en movimiento. Pero el que aterriza es otro radicalmente distinto –cada hueco abre a su vez tres, nueve, veintisite, n huecos cuasi-diferentes. Al aterrizar convenientemente, un saltador avezado puede saber en qué situación decide aterrizar. Asumiendo que el hecho real no existe, y partiendo de tantas interpretaciones de un momento determinado como consciencias presentes, las combinaciones son infinitas, si bien nosotros explorábamos los huecos en solitario las más de las veces, allí reclinados contra la barandilla del espigón, que había quedado definitivamente a oscuras, y en ocasiones concidíamos en alguno particular, saltando con frecuencia al mismo tiempo y hacia el mismo escenario. Nos divertía algo que los demás no podían comprender: llegar de otro sitio por una abertura secreta y reir si teníamos que estar serios, apaciguarnos cuando los ánimos andaban encrespados, o gritar cuando los demás guardaban silencio. Las situaciones podían reconducirse hacia territorios insospechados si uno no estaba absorbido por la representación de marionetas en la que todos los demás se empeñaban en enfrascarse desde hacía un buen rato, y que nosotros habíamos dejado correr antes del salto, prosiguiendo en alguna otra parte con nosotros pero sin nosotros.

A mí me gustaba saltar al hueco, pero tú cada vez aparecías con menos frecuencia por el espigón, hasta que como tenía que ocurrir poco a poco te fui perdiendo de vista. Creo que andabas por allí, tal vez empezabas a considerarlo un pasatiempo estúpido, pero lo cierto es que andabas por allí cuando entré en la torre. Tú te quedaste en los alrededores, yo me obstiné en ascender por los escalones que todavía se mantenían en pie, salvando como podía las aberturas que el tiempo había ido abriendo a través de los sucesivos pisos. Llegado un momento creo que te despediste, lo supongo, más bien que recordarlo. Yo llegué a la parte de arriba y permanecí un buen rato allí sentado, contemplando cómo te alejabas junto al mar, y reconociendo los rincones llenos de líquenes y de olor a sal del hueco que a partir de aquel momento se convertiría en mi salto más frecuente.

Volví a verte, de lejos y ausente. Nos cruzamos varias veces, pero siempre en los espacios que habitan los demás. Si nos dirigíamos la palabra, lo hacíamos como desconocidos que se miran casi sin verse más allá de lo necesario para saber hacia dónde deben dirigir el saludo. Yo me refugiaba en un piso lleno de gatos y de gente siempre de paso –siempre era otra gente, gente que se iba y llegaba a mi alrededor-, que ocupaban el espacio por el que yo miraba desesperado a los rincones, intentando encontrar un modo de escapar a otra parte.

Conseguí, a pesar de todo, seguir saltando. Nadie entendía mis explicaciones, así que dejé de darlas. Intentaba pasar desapercibido, aunque figuro que alguien debió de extrañarse de mi estado, de mis movimientos de autómata. Volví a la torre, y con cierta frecuencia pasaba allí las noches. Hasta que sucedió lo que llevaba temiendo cada vez que me preparaba para un salto. Hacía una noche fría en lo más alto de la torre, y ni los muros me salvaban de la brisa helada que arremetía casi con ferocidad. Dormí intranquilo, y desperté varias veces acuciado por el hambre. Llegado cierto momento me sobresaltó no descubrir el resplandor de la ciudad antes tan próxima sobre la loma de la izquierda. Seguí durmiendo un sueño lleno de sobresaltos, de imágenes de naufragios y tentáculos oscuros y gelatinosos como la noche que sin yo saberlo comenzaba a encerrarme.

Desperté, extrañado de mis propios brazos recostados en la roca. Una vaga claridad me confundía, como presagiando un amanecer que no llega nunca. Había perdido la noción del tiempo. Intenté caminar, para entrar en calor, pero lo que vi al ponerme en pie no me permitió moverme más allá, de modo que permanezco, contra el muro, abrazado a mis rodillas y sin querer pensar en nada, como si pudiera convertirme en el rumor del oleaje que llega hasta aquí como amortiguado por la bruma fría y pesada.

Había sucedido, y precisamente cuando no tengo manera de dar contigo. El piso de la torre no tiene ninguna abertura. Es como si alguien lo hubiese tapiado mientras dormía. No hay ninguna marca. Es difícil de asegurar, porque debería haber amanecido hace mucho tiempo, pero allí abajo hay un cuerpo recostado contra la barandilla del espigón. Supongo que debí haberlo imaginado, como debí haber sabido – y lo sé, pero mi mente se niega a aceptarlo- que no hoy no amanecerá, que tengo que seguir habitando aquí hasta que tú o alguien –pero me figuro que serás tú, tienes que serlo, no puedes estar subiendo a un tren que deja atrás la ciudad de las marionetas con el espigón al fondo y la torre recortada- encuentre alguna vez este preciso hueco y se asome por alguna de las aberturas de una torre que la oscuridad no abandona. Escrito por calamar a las 10 de Mayo 2004 a las 12:54 AM

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