y que después de tantos años llegue el momento de pararse a mirar la bola de nieve, mirarla como el que no quiere la cosa, como el que contempla una avalancha desde la seguridad del mirador de los turistas. sólo los días sin nubes podrás divisar el pico de la montaña, dicen los viejos. esos ansiados picos donde se desvanece la inercia, donde uno puede girar la cara y pasar de una parte del mundo a otra, de la vertiente soleada a la umbría, del infierno a la luna. pero sólo lo verás tres o cuatro veces en tu vida, y ni siquiera entonces estarás viéndolo, estarás más preocupado en entender los mapas que te dieron y la brújula que no deja de girar... No, incluso aunque te lo pusieran delante de los ojos no lo verías, llevas demasiado tiempo mirarndo al suelo, dejándote arrastrar por los que ya abrieron la ruta, por los que dibujaron las señales, por los que te indicaron el camino. Sólo sabes poner un pie detrás del otro pie, y te atreves a pensar que al cabo de los años llegarás al otro extremo de lo que quiera que sea que estés recorriendo, como si a la fuerza tuviera que haber algo en la otra punta de la maraña.
mirar la bola de nieve y de repente acordarse de antiguas amistades, que por favor de los hados siguen manteniendo su número de teléfono. verlos y verte en su espejo, acordarte de ellos y con ellos de ti mismo, tiempo atrás. subir a un autobús, el sencillo túnel de escape que se abre sobre el decorado cotidiano, resquebrajando con violencia el espejismo que se te pega en la piel cada vez que vuelves y que últimamente ya ni te molestas en arrancar.
oler el olor de los días fuera de nuestras pequeñas fronteras, pasear por una ciudad desconocida, o al menos en la que nadie nos conoce, inventar un simulacro transitorio con trozos de vidas que no te pertenecen, para las que no eres más que un vaivén de las sombras. disfrutar de los placeres de lo efímero como si los habitaras por derecho propio: el rincón donde tomábais ese café, el banco de la plaza donde no da el sol hasta la una, el olor de una almohada prestada.
y saber tiempo después que era como si todo estuviese escrito, como si los acontecimientos fueran tan sólidos como se lo parecen al que no se atreve a rastrear sus bifurcaciones. Te dicen que en la ciudad en la que no estabas aparecieron dos personas de la ciudad en la que estuviste, y que al cabo del tiempo acabaron contando historias de la aldea que íbais a visitar, sólo que claro, no hay íbais alguno, yo iba tú ibas él iba, y nos pasó a ser de los otros, si acaso no fue siempre así. Y aún más, charadas que persisten a lo largo de lugares y tiempos que se superponen en una figura contorneada, serpenteando a través de caras y nombres. coinciden los lugares pero no los tiempos, las palabras pero no las personas, los gestos pero no los rostros, siempre es algo pero no todo lo demás. El bar Galicia, el otro lado del espejo, la casa en la playa, la moneda que ayuda a decidir entre el norte y el sur.
Y que todo esto sean poco más que juegos de artificio visibles sólo para mis ojos: pendiente la explicación, las comprobaciones de toda hipótesis, incluidas las improbables. Sólo que mañana habré salido corriendo y seguramente lo habré olvidado y estaré comenzando el proceso de coleccionar otra nostalgia.